Cuando aún era estudiante de licenciatura, realicé mi servicio social en la Secretaría de Turismo, específicamente en la Dirección de Zonas de Desarrollo Turístico Sostenible. Entre sacar copias y hacer las clásicas tareas de un becario de oficina, de vez en cuando tenía la oportunidad de estar presente en reuniones de cierta importancia para elaborar la minuta y fungir como un asistente de la entonces directora del área. Los temas que se tocaban eran diversos, pero en una ocasión se habló de una problemática que me estremeció.
Resulta que por allá del 2019, se recibió un reporte proveniente de Tulum sobre un alarmante crecimiento en la tasa de suicidios en empleados del sector turismo en ese municipio. Cuando se comenzó a investigar un poco más, las autoridades descubrieron que las personas que se estaban quitando la vida eran específicamente pertenecientes a la comunidad maya y tenían en común no solamente eso, también que todos habían sido empleados de grandes cadenas hoteleras de lujo.
Lo que en un principio pareció una mera coincidencia, terminó por ser un camino unilateral hacia la muerte; los trabajadores sufrían tal explotación laboral que encontraban en el suicidio una salida de su realidad, una realidad marcada por la pobreza y la desigualdad social provocada por el monstruo que habita en la globalizada industria turística.
Aún recuerdo un comentario de la directora: “Son personas que en el día sirven caviar, pero que cuando llegan a su casa muchas veces no tienen ni frijoles para servirse ellos mismos”. En aquel momento mi fe en el turismo murió; no podía dejar de preguntarme: ¿Esto verdaderamente es el turismo?
Por mucho tiempo esa mala expectativa permaneció en mí, hasta que tuve un encuentro personal con el turismo comunitario en el ejido El Águila en Cacahoatán, Chiapas, que no solamente revivió mi fe en el turismo, sino que también me enseñó el valor de lo comunitario.
Conocí historias de vida de familias enteras que habían salido de la pobreza extrema gracias al turismo comunitario, historias que colocaban conceptos de sostenibilidad, inclusión social y conservación en el centro de la discusión al momento de diseñar las experiencias para el viajero.
El poder de transformación social del turismo comunitario es impresionante, pero igual de impresionante es la falta de seguimiento y capacitación que reciben muchas comunidades, quienes han asumido el reto de autocapacitarse en cómo hacer para que las cosas sucedan.
El pasado 30 de abril, el subsecretario de Turismo, Sebastián Ramírez Mendoza, dio a conocer la creación del Distintivo de Turismo Comunitario como parte de la Estrategia de Fortalecimiento para prestadores de servicios turísticos comunitarios de la actual administración.
Esta iniciativa pareciera en primera instancia una respuesta tardía a la necesidad de regular el turismo comunitario que tiene por lo menos 25 años desarrollándose en México, porque existe una conjetura en lo que en el imaginario social se entiende como calidad en el servicio. Por supuesto que dicho distintivo no tendría que pretender condicionar la naturaleza de los proyectos comunitarios; por el contrario, los debería de impulsar para que, en el ambiente de libertad creativa y trabajo comunal, se puedan adaptar buenas prácticas que no solamente garanticen la calidad en la experiencia, sino que también sean guía para futuros proyectos. Sin embargo, existen más preguntas que certezas sobre el nuevo distintivo. ¿Quién va a garantizar su cumplimiento? ¿Cuáles son los beneficios reales? ¿Estará adaptado a las realidades de los entornos comunales y ejidales? El próximo 15 de mayo saldrá la convocatoria con más detalles.
Por otra parte, paradójicamente, México, una de las potencias en turismo a nivel mundial, con 45.03 millones de turistas extranjeros en 2024, hasta el momento no tiene un registro oficial de cuántos proyectos de turismo comunitario existen a lo largo de las 232 Áreas Naturales Protegidas y más de 32 mil comunidades ejidales y comunales existentes. Quizás el Distintivo de Turismo Comunitario sea un mal necesario; mal porque, como toda política gubernamental mexicana, tendrá riesgos de ser un punto de corrupción y burocracia para el desarrollo de proyectos de esta índole, y necesario porque, sea como sea, es el comienzo de la regulación de un tipo de turismo que puede ser una oportunidad para mejorar la calidad de vida de miles de mexicanos que viven en zonas rurales.