El turismo de lujo se ha convertido en un escenario donde el viajero juega un rol activo como observador de su realidad y, al mismo tiempo, objeto de la observación de otros que la comparten. La dimensión performativa en el turismo del lujo se intensifica dada la especial naturaleza de su desarrollo. Se vuelve visible, calculada, incluso ritual. El viajero de lujo no es únicamente consumidor de servicios premium; es, en cierta medida, un personaje en un teatro cuidadosamente diseñado. Y ese teatro incluye terrazas exclusivas, yates silenciosos, restaurantes con vistas elevadas y calles que funcionan como pasarelas.
Tomando como referencia a Erving Goffman, este artículo explora cómo el turista de lujo se convierte en actor, espectador y símbolo dentro de los destinos que visita. La tesis de partida es si el lujo no se limita a ofrecer confort; produce escenarios sociales donde la identidad se representa.
Índice
La interpretación del lujo por el viajero
De acuerdo con Goffman, la vida social se compone de una serie de actuaciones en las que las personas gestionan impresiones y emplean códigos simbólicos para sostener una imagen ante los demás. En el turismo de lujo esto se vuelve extremadamente visible. El viajero actúa, aunque rara vez lo admita; ajusta su postura, su ritmo, su vestimenta y su comportamiento para adaptarse al espacio que lo envuelve.
En Montecarlo, por ejemplo, basta observar la entrada del Hôtel de Paris. Los visitantes atraviesan el vestíbulo como si estuvieran sobre un escenario: con pasos suaves, movimientos medidos, miradas que se deslizan por el espacio sin detenerse demasiado en ningún rostro concreto. El mármol pulido y la iluminación cálida funcionan como una especie de guion silencioso que guía el tono de la actuación. Nadie exagera, nadie corre, nadie habla alto. La contención es parte del papel.
Otros escenarios de esta performatividad son las terrazas que dominan la Place du Casino o los pasillos del Metropole. Allí, la presencia corporal se cuida como si cada desplazamiento fuera una forma de comunicar pertenencia. La ropa importa, sí, pero es más importante todavía cómo se lleva. El lujo no se exhibe de forma ostentosa; se insinúa, se performa a través de gestos suaves y una cierta calma que indica, sin necesidad de palabras, que uno está en casa.
El viajero como espectador: observar el lujo y observarse a sí mismo
El turista de lujo, además de actuar, observa. Y no solo observa el entorno: se observa dentro del entorno. Esto es fundamental. Ser espectador no implica únicamente mirar y admirar el paisaje —el puerto, el mar, la arquitectura—, sino evaluar constantemente la propia presencia en ese paisaje. El turista de lujo se ve a sí mismo recorriendo el entorno, como si fuera consciente de estar dentro de un cuadro o de una escena cinematográfica.
En Montecarlo, este fenómeno es más evidente que en otros destinos. Las líneas de fuga, las vistas elevadas, la transparencia del cristal, los reflejos en el mármol pulido: todo invita a una forma de autoobservación. Caminar por las terrazas del Fairmont, por ejemplo, implica verse reflejado en vidrieras, en superficies metálicas o en fotografías captadas de forma espontánea por otros visitantes. Uno se convierte en parte del escenario y, al mismo tiempo, en espectador de su propia actuación.
Esta mirada se pone de manifiesto en Port Hercule y sus yates. Subir a bordo implica entrar en un interior simbólico. El viajero no solo disfruta del espacio: se observa dentro de él, aprecia cómo encaja su cuerpo en ese mobiliario impecable, cómo su figura se recorta contra el paisaje marino, cómo su presencia se integra en la narrativa del lujo. Ser espectador del propio movimiento es parte esencial de la experiencia.
El viajero como símbolo de un estilo de vida
Goffman explica que, mediante sus performances, los individuos se convierten en símbolos de ciertas jerarquías sociales. En el turismo de lujo, el viajero se convierte en un signo, una representación institucionalizada del privilegio. Estar en Montecarlo —y saberse observado en Montecarlo— implica encarnar una forma de vida.
Este proceso se apoya en códigos compartidos que todos los presentes conocen en algún nivel. El viajero de lujo simboliza movilidad global, acceso, distinción, tiempo libre, capital cultural y económico. Y lo hace incluso cuando no pronuncia una sola palabra. El simple acto de ocupar ciertos espacios —una suite en el Hermitage, una mesa en un restaurante del Casino, una hamaca en el Beach Club— ya comunica una identidad.
Montecarlo refuerza este carácter simbólico mediante escenarios cuidadosamente producidos. Un ejemplo sutil lo encontramos en las escaleras que descienden hacia el puerto, donde el visitante se desplaza como si interpretara la versión más estilizada de sí mismo. También ocurre en la entrada del Café de Paris, donde la arquitectura funciona como marco, literal y figuradamente, para construir una imagen reconocible del viajero.
Conclusiones
En el turismo de lujo, “ser visto” no es un efecto secundario: es un elemento constitutivo. No se trata únicamente de exhibicionismo, sino de reconocimiento mutuo dentro de un ecosistema social. La presencia en un destino como Montecarlo permite al viajero situarse dentro de un circuito simbólico global. Ser visto en cierto hotel, caminar por una calle determinada, aparecer en un evento o en un restaurante concreto equivale a inscribirse dentro de una red de signos compartidos.
“Ser visto” también significa “validarse”. El turista respira el espacio, pero también se deja leer por él. El lujo es un idioma que se habla con la presencia física, y los destinos de élite actúan como escenarios donde esa presencia adquiere verdadera fuerza performativa.
La performatividad no es solo un acto personal: se construye a partir de la arquitectura, los materiales, la luz, los sonidos. Montecarlo funciona, en este sentido, como un laboratorio perfecto. Toda estructura y espacio están diseñados para condicionar o promover una postura o una forma de estar. La Ópera de Montecarlo representa la solemnidad, El Casino, la discreción, las terrazas del puerto, una mezcla de calma y vigilancia. Las escaleras, las alturas, la amplitud de los pasillos, la iluminación tenue: todo conduce a una interpretación social muy concreta. El lujo crea microescenarios donde los viajeros saben, aunque sea de manera intuitiva, cuál es su papel.
Referencias
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