La gestión de bienes comunes: ¿calidad de vida para quién?

Imagen hecha con Inteligencia Artificial.

Ha devenido ya un discurso prefijado que gobiernos, empresariado y comunidades presenten la recepción de flujos turísticos como una oportunidad para la dinamización de la economía del territorio. Además, hasta aproximadamente 2010 las corrientes convencionales de investigación y práctica sostenían que esta opción creaba riqueza y calidad de vida para la población, sin causar impactos graves en el territorio que la sostiene. Sin duda, esta percepción se debía a compararla con actividades con impactos muy evidentes: la minería y los altos hornos, la industria manufacturera, la explotación forestal o la pesca.

En los últimos quince años se están haciendo cada vez más evidentes las lagunas de este planteamiento. Por un lado, se olvida de los impactos en el plano sociocultural. Éstos pueden ser positivos, en forma de circulación de ideas y formas de hacer o creación de puentes entre personas, pero también pueden ser negativos, como ya se ha visto en los casos recientes de Barcelona y Venecia (gentrificación, sobre especialización del territorio…). Hay que considerar también a qué clase de empleos tienen acceso a las comunidades a quien aparentemente se quiere beneficiar y, en consecuencia, qué calidad de vida pueden tener. Por ejemplo, en Cancún hay una clara diferencia entre la ciudad turística (el front) y la ciudad de los trabajadores, casi siempre en servicios turísticos (el back). Considerando el back, debemos mencionar también la contaminación y el acceso a servicios básicos, así como la seguridad.

Investigadores como Isabel Babou y Philipe Callot (2007), así como Butcher (2009), hablan de los dilemas éticos del turismo. Éstos se plantean de forma especialmente evidente en el turismo sexual (tanto el que emprenden hombres como mujeres), el ejercicio del privilegio y la continuación de las estructuras coloniales, el impacto ecológico no solamente de la estancia sino también del trayecto o  las implicaciones geopolíticas (considerando el turismo como parte de la diplomacia cultural).

En estos momentos Catalunya (comunidad al nordeste del Estado español, con una población de 8 millones de personas y que recibió 25,5 millones de turistas en 2023) se encuentra en situación de emergencia por sequía: los ciclos habituales de lluvia no se han cumplido en los dos últimos años y las reservas de agua de las cuencas internas (los ríos que nacen y terminan en este territorio) se encuentran al 16% de su capacidad. Esto, sumado a que las medidas del gobierno son insuficientes y basadas en planteamientos cuestionables (por ejemplo, favorecer las exportaciones de agua y productos de la ganadería intensiva), ha propiciado que la sociedad civil se organice en la Cumbre del Agua.

Aun con la implementación del paquete de medidas propuestas por el gobierno, que incluye reducir el caudal de algunos ríos hasta el punto de poner en riesgo de desaparición todo su ecosistema, 22 campos de golf (en un territorio de 32.000 de kilómetros cuadrados) siguen teniendo autorización para extraer hasta 10 millones de metros cúbicos de agua al año. Hay excepciones similares para parques temáticos y complejos hoteleros, no para empresas familiares con arraigo en el territorio.

Frente a casos como estos, más cuando ocurren en lugares que han sido cuna de los modelos turísticos de sol y playa que luego se han exportado al Caribe y otras regiones, socavan muy claramente los fundamentos de la idea que el modelo de explotación turística actual por definición trae riqueza y calidad de vida para el conjunto del territorio.

En el caso de la sequía en Catalunya, se pone de manifiesto la mala gestión institucional de un bien común como es el agua, cuya naturaleza es cíclica y debe gestionarse con base en esta premisa básica, y una disociación importante. Una de las soluciones que se plantean para paliar la situación es la construcción de plantas desalinizadoras de agua marina. Esto encarece el precio del agua, favorece el desperdicio y, entre otras problemáticas, provee de un agua de peor calidad. Además, algunos sectores también señalan que es una forma de favorecer el negocio de las empresas eléctricas (las desalinizadoras requieren mucha energía), en cuyos consejos directivos figuran decenas de exministros desde hace, por lo menos, una década.

Otra de las propuestas del gobierno es traer agua en barcos de “zonas de donde les sobra”, una medida para la cual nunca se cuestiona qué significa exactamente “sobrar” ni tampoco los impactos en los ecosistemas (y, por tanto, la salud pública a largo plazo) de origen.

Acciones como las manifestaciones de agricultores, la constitución de una asamblea ciudadana por el agua y otras acciones que se han llevado a cabo en los últimos meses hacen evidente que en una situación de emergencia real (falta de agua no solamente para la vida humana, sino también en el bosque, cuya masa es la que llama a la lluvia) se están primando los intereses de la industria turística, y otras como la intensiva ganadera y las embotelladoras de agua, no los de la sociedad civil.

Neus Crous Costa: 🇪🇸🇲🇽 Turismóloga. Ha trabajado en consultoría y en diversos museos. Se interesa por la cultura, la cooperación y la educación. Actualmente es investigadora vinculada a la Universitat de Girona (España) y participa en redes profesionales y académicas internacionales.
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