Mi estación preferida del año es el otoño y, quizá por eso, cada vez me seduce más viajar en este periodo. En verano suelo optar por no mencionar el lugar concreto que visito para no contribuir a la masificación y, ahora que viajar en otras estaciones se ha vuelto más habitual, me pregunto si debería mantener ese pequeño misterio por la misma razón.
Son muchos los destinos con alma ―en España y fuera de ella― que brillan especialmente en la época de la hoja caída. Alsacia (Francia), por ejemplo. Aunque visité Estrasburgo en Navidad, esta región de pueblos de cuento respira una quietud distinta en otoño: viñedos dorados, luz suave y ese encanto melancólico tan europeo que florece cuando hay menos ruido.
También pienso en lugares que conocí en otras estaciones y que ahora pueden revelarse bajo una nueva luz, como la Toscana (Italia) o Brujas y Gante (Bélgica). Suelen elegirse en verano, pero en otoño se transforman: en Italia, los viñedos, las carreteras entre cipreses y la gastronomía estacional invitan a practicar el “arte de saborear” los viajes; en Bélgica, los canales y las luces tempranas ―y me viene a la mente mi Erasmus en Bruselas y las hojas caídas en el parque del Cincuentenario― ofrecen el refugio perfecto frente al turismo masivo estival.
En España también hay un otoño íntimo y cercano, quizá menos contado. La Rioja o Ribera del Duero ofrecen vendimia, rutas de vino y paisajes rojizos, un escenario sensorial que acompaña la reflexión sobre el tiempo y el ritmo. El bosque de Irati (Navarra), considerado uno de los más bellos de Europa, es perfecto para explorar el “turismo del silencio”. Las Médulas (León) despliegan un paisaje de cobre y oro, herencia romana y, por tanto, “turismo de raíces”. Y no olvidemos La Alpujarra granadina o Las Hurdes (Extremadura), esa España interior que se resiste al olvido.
Si preferimos Asia, Japón es una opción clásica, aunque cada vez más concurrida; aun así, el enrojecimiento de los arces y la diversidad vegetal invitan a contemplar la naturaleza y la estética del cambio. La China rural (Guizhou o Yunnan) luce especialmente bien entre terrazas de arroz, bruma y templos; y Corea del Sur (Seoraksan o la isla de Nami) combina modernidad y tradición bajo una paleta otoñal que simboliza renovación.
Y más allá de estos destinos, hay otros que sorprenden en esta estación: Marruecos, Canadá… e incluso la Riviera Maya (México), porque también en otoño se puede disfrutar del sol y la playa, pero a otro ritmo, quizá más pausado, más consciente.
Viajar en otoño es, en el fondo, una declaración de intención. Es elegir la pausa frente a la prisa, el descubrimiento frente al “ya visto”, la contemplación frente a la carrera por tachar destinos en una lista. Es un turismo que reivindica el tiempo lento, la conversación, el paseo sin rumbo y los atardeceres que no exigen demostración fotográfica. Quizá por eso este tipo de viaje no solo enseña lugares, sino que también nos enseña a mirarnos: quiénes somos cuando el ruido baja, cuando las ciudades descansan y cuando decidimos viajar con otra luz.