República Dominicana ha alcanzado en el último año una cifra que, hasta hace poco, parecía difícil de imaginar: más de diez millones de visitantes en un solo período. El dato ha sido celebrado ampliamente y, con razón, marca un hito para el turismo nacional y consolida al país como uno de los destinos más dinámicos del Caribe. Sin embargo, más allá del titular y del entusiasmo inmediato, este momento invita a una reflexión más profunda sobre el proceso que nos ha llevado hasta aquí y sobre el modelo de turismo que estamos construyendo.
Este crecimiento no es un hecho aislado ni producto de la casualidad. Es el resultado de décadas de inversión sostenida, de una estrategia clara de posicionamiento internacional, de la diversificación progresiva de la oferta y de una capacidad de recuperación notable tras los efectos de la pandemia. El país logró mantener su visibilidad en los mercados emisores, fortalecer la confianza del visitante y adaptar sus protocolos y servicios a un contexto global cambiante.
No obstante, el verdadero valor de este récord no reside únicamente en la cifra alcanzada, sino en lo que revela sobre la madurez del destino. Llegar a este punto implica asumir que el turismo dominicano ha dejado de ser un fenómeno coyuntural para convertirse en un sistema estructural, con impactos que trascienden lo económico y alcanzan lo social, lo territorial y lo ambiental.
Desde una perspectiva regional, el desempeño de República Dominicana también redefine el papel del Caribe en el escenario turístico internacional. Mientras muchos destinos compiten por volumen, el país ha logrado combinar conectividad, infraestructura, estabilidad y una narrativa de destino confiable. Esto genera un efecto arrastre para la región, pero también eleva el nivel de exigencia: ya no basta con atraer visitantes, es necesario gestionar mejor los flujos, diversificar los espacios turísticos y evitar la concentración excesiva en determinados polos.
Aquí surge uno de los grandes retos del momento actual. El crecimiento sostenido obliga a repensar la planificación turística, el ordenamiento territorial y la relación entre turismo y comunidades locales. Un mayor número de visitantes no siempre se traduce automáticamente en mayor bienestar si no existe una distribución equilibrada de los beneficios y una gestión responsable de los recursos naturales y culturales.
El turismo dominicano se encuentra, por tanto, en una etapa decisiva. Celebrar el récord es legítimo, pero más importante aún es utilizarlo como punto de partida para fortalecer la sostenibilidad del modelo. La pregunta clave ya no es cuántos turistas llegan, sino cómo se integran al territorio, cómo impactan en la vida cotidiana de las comunidades y cómo se garantiza que ese crecimiento sea viable en el largo plazo.
Este momento histórico ofrece una oportunidad valiosa: pasar de un turismo centrado en cifras a un turismo pensado desde procesos. Un turismo que no solo acumule visitantes, sino que construya valor, identidad y equilibrio. Si se asume con visión y responsabilidad, este récord puede convertirse no solo en un logro estadístico, sino en el inicio de una nueva etapa para el turismo dominicano y caribeño.